Siempre me detuve a mirar el fuego. No solo por lo que cocina, sino por lo que cuenta. Ninguna llama es igual a otra: algunas se elevan con fuerza y parecen querer salirse de la olla, otras se arremolinan suaves y apenas se distinguen del humo. Así también fueron mis caminos en estos años: pequeños fuegos que encendí en distintos momentos de mi vida.
Hubo brasas que se transformaron en cenas privadas, donde los platos se servían como capítulos de un relato y los comensales se volvían parte de la historia. Hubo fuegos de papel, convertidos en libros editados con paciencia y ternura en Agua la Boca. Hubo columnas, notas y reflexiones que nacían como chispas en la escritura periodística. Cada uno de esos espacios ardía por separado, iluminando un rincón distinto de mi oficio y de mi vida.
Pero los fuegos tienen algo de caprichoso: siempre buscan encontrarse. Alrededor de un fogón nadie se sienta solo; la leña se suma, las manos se acercan, los silencios se escuchan y las palabras se cruzan. El fuego une lo que la rutina dispersa. Y un día me di cuenta de que lo mismo tenía que pasar con mi propio camino.
Ya no quise hogueras aisladas. Quise una sola mesa larga, un fuego común que pudiera reunir todo lo que soy y lo que hago. Esa decisión tomó un nombre: Lolo Vlem. No como marca, sino como manera de abrazar todas mis pasiones en un solo gesto.
Cocinar en la intimidad de un hogar es, para mí, un privilegio. Cuando preparo una cena privada no pienso en un menú rígido, pienso en contar una historia con sabores, en hacer viajar a quienes se sientan a la mesa. Cada producto local que elijo lleva consigo el eco de su tierra, la voz de un productor, la paciencia de una estación. Y cuando el plato llega, lo importante no es el aplauso ni la técnica: es ese instante en el que el silencio dice más que las palabras, porque la comida logró tocar un recuerdo o despertar una emoción.
Escribir, en cambio, es otra forma de cocinar. Me pasa lo mismo que frente a una olla: mezclo palabras como ingredientes, busco el punto justo, pruebo, descarto, vuelvo a empezar. Y cuando finalmente el texto encuentra su forma, siento que también ahí se sirve un plato, solo que hecho de letras. Mis libros son el testimonio de esa cocina paralela: La Cocina Tehuelche, que rescata la memoria de un pueblo y la convierte en fogón abierto; Cocinar es un acto político, que busca recordarnos que cada decisión en la cocina es también una forma de decir; y Taller de Cocina, que ofrece herramientas prácticas para aprender con las manos y con el corazón. Cada uno de ellos es un fuego que sigue encendido aunque la página se cierre.
Y están, por último, las reflexiones. Esos textos que no buscan enseñar ni impresionar, sino acompañar. A veces son historias que me nacen de la memoria, otras son pensamientos sobre el presente y su relación con la cocina. Escribir reflexiones es como dejar que el humo se eleve: no sé siempre hacia dónde va, pero confío en que alguien, en algún lugar, lo vea pasar y sienta que también le habla.
Sé que muchos me conocieron en momentos distintos: algunos recibieron un libro en sus manos, otros compartieron una cena, otros me leyeron en una nota o en una feria. Para mí, todos esos caminos tienen un mismo destino: encontrarnos alrededor de un fuego común.
Por eso te invito a recorrer mi nueva casa en www.lolovlem.com. No la pienso como un catálogo, sino como una mesa compartida. Un espacio donde vas a encontrar libros, cenas y reflexiones, no como piezas aisladas, sino como parte de un mismo ritual. Porque la cocina, cuando se entiende de verdad, no separa: reúne.
Gracias por estar del otro lado, por leer, por comer, por acompañar. Sin vos, ninguna llama tendría sentido. Este fuego, como todos los que valen la pena, solo existe cuando se comparte.
Un abrazo grande,
Lolo