Cocinar como gratitud

Una carta a mi madre, a los fuegos de la infancia y a los panes que me enseñaron a creer

El sabor de los primeros días

Hay fuegos que se encienden antes de que uno tenga memoria.

El mío empezó en Guayte, en una casa pequeña, cuando el mundo todavía era leche y brazos.

Durante mis primeros seis meses, mi único alimento fue la teta.

No lo sabía entonces —ni podría haberlo sabido—, pero los sabores de esa leche eran los mismos que mi madre comía a sus veintidós años: los guisos de mi abuela Coca, el pan amasado con las manos gastadas de una mujer que trabajaba para Tulio y Micho, el perfume de una cocina que se mantenía encendida aunque el fuego fuera chico.De alguna manera, mi paladar nació de lo que ellas comían.

De los gustos que me llegaron a través de mi madre y de los que mi abuela ponía en las ollas mientras trabajaba.

Nunca hubo manual para esa transmisión. Fue algo más antiguo: el linaje invisible del gusto, una especie de herencia biológica pero espiritual, donde el amor, la necesidad y la fe se mezclaban con cebollas y papas, con pan y con agua.Con los años entendí que esa leche era el primer caldo de mi vida.

Que cada sorbo era también una enseñanza: que la cocina no empieza con la receta, sino con el cuerpo de una madre que alimenta.

Y que, en el fondo, lo que uno cocina después no es otra cosa que una forma de seguir amando lo que una vez lo mantuvo con vida.


El conventillo, la Fraternidad y la vida maragata

Después llegó el conventillo de Patagones, al lado de La Fraternidad.

Ahí el fuego cambió de tamaño, pero no de sentido.

La comida tenía otro ritmo: el de las ollas de barrio, las hornallas compartidas, los aromas que salían por las ventanas y se confundían entre vecinos.Era una cocina ferroviaria y de pueblo.

Simple, sin estridencias, con pocas cosas pero mucha alma.

En casa, las verduras eran las que se conseguían, la carne la que aparecía y el pan el que duraba.

Mi mamá —la más dulce de las Mirtas— se las arreglaba con ingenio y fe, y siempre había un plato para los tres, aunque ella no comiera.Nunca la vi quejarse.

Ni cuando el gas se cortaba, ni cuando había que estirar la comida un día más.

Aprendí de ella que cocinar es una forma de resistencia.

Que mientras haya fuego, hay esperanza.

Y que cuando uno cocina para otros, Dios también se sienta a la mesa.En esos años, la comida y la fe se parecían: ambas eran actos de confianza en lo invisible.

Ella oraba mientras revolvía, y el hervor parecía acompañar sus plegarias.

El pan crecía despacio, como crece la fe de quien ha aprendido a esperar.

Y aunque muchas veces el hambre nos visitó, nunca se quedó mucho tiempo, porque el amor lo desalojaba a pura voluntad.Cuando la vida se achicó y dejamos de ser cinco para ser cuatro, los huecos se llenaron con el cariño de las familias amigas de mis hermanas.

Nosotros, los que quedábamos, aprendimos a sobrevivir con poco y a dar gracias por mucho.

Mi mamá y yo alimentamos nuestros días con café, papas y amor.

A veces la mesa parecía pobre, pero nunca vacía.

Porque siempre hubo algo que comer y, sobre todo, alguien con quien compartirlo.De esos años me quedaron tres certezas:

que el fuego sostiene, que el pan une, y que el amor, aunque no se coma, alimenta.


El hilo de plata

Hoy, cuando cocino, siento que hay un hilo invisible que me une a ella.

Un hilo de plata, como digo a veces, que atraviesa los años, los platos y las hornallas.

Está en cada receta que improviso, en cada pan que amaso sin pesar, en cada guiso que dejo hervir con el alma.Mi madre me enseñó sin decirlo que la cocina no era solo alimento, sino lenguaje.

Un modo de hablar sin palabras, de pedir perdón sin discurso, de agradecer sin hacer ruido.

Cada plato que ella ponía sobre la mesa tenía una historia, una renuncia y una oración.

Y aunque los ingredientes cambiaran, el mensaje siempre era el mismo: los amo, coman tranquilos.Me dicen que soy su preferido.

Y puede ser, como ella es la mía entre las Mirtas.

Pero más que favoritismo, lo nuestro es esa cuerda invisible de amor, forjada en los fuegos del sacrificio y la ternura.

En los días de escasez donde un plato compartido era un milagro.

En las noches donde la fe era el único condimento que no faltaba.Por eso, cuando escribo o cocino, cuando preparo un pan o hablo de comida como patrimonio, pienso en ella.

En cómo su manera de amar se convirtió, sin saberlo, en mi manera de servir.

Y entiendo que cocinar es un acto político no solo porque transforma el mundo, sino porque transforma el corazón.

Porque quien cocina con gratitud se convierte en puente entre lo que Dios promete y lo que la vida entrega.Hoy, cada vez que prendo el horno, la siento cerca.

En el sonido del pan inflándose, en el vapor que sale de una olla, en el aroma del café.

Está ahí, como una oración en voz baja, como un susurro que dice seguí, hijo, que de eso se trata la fe: de seguir encendiendo el fuego.


Cierre

Cocinar, para mí, siempre fue una forma de agradecer.

Por la vida, por lo poco que se tuvo y por lo mucho que se aprendió.

Por las manos que me dieron de comer antes de que supiera sostener una cuchara.

Por mi mamá, que me enseñó que la gratitud no se dice: se sirve.Y cada vez que pongo un plato sobre la mesa, todavía siento que lo que estoy diciendo, sin palabras, es gracias, mamá.


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Ahí seguimos conversando alrededor del fuego, donde siempre hay lugar para uno más.