Una vez al mes abro mi mesa en formato íntimo: pocos comensales, productos de estación y un fuego que marca el ritmo de la noche. No hay carteles ni carta fija: cada encuentro es único, nacido de un recuerdo o del deseo de compartir un sabor que me habita.
Cocino lo que quiero y lo que dicta la estación, buscando que cada plato tenga la calidez de lo casero y la fuerza de lo auténtico. En la mesa somos pocos: lo suficiente para que las charlas se crucen, para que la sobremesa se estire y para que la cocina deje de ser un servicio y se convierta en un ritual compartido.
No se trata de venir solo a comer, sino de participar en un encuentro donde el fuego, el vino y la conversación hacen que lo que está en el plato sea mucho más que comida.
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Lo importante no es el menú, sino la experiencia. Porque cocinar juntos siempre es sentarse a una mesa compartida.